Camino despacio por un bosque lleno de hojas caídas, en tonos
dorados y pardos se posan en el húmedo suelo otoñal.
Al caminar, las hojas doradas, mojadas por el rocío de la
mañana crujen bajo mis pies descalzos.
Camino hacía delante sin seguir rumbo alguno, con la
esperanza de que en algún momento encuentre un destino.
Hacía tiempo que ya entré en este bosque, desde que era una
niña. Entré con mi madre, pero con el tiempo, sin a penas darme cuenta ella
desapareció, se alejó de mi, sin que yo pudiese evitarlo, espero que sea feliz
allá donde esté.
Cuando entré era primavera, las hojas, hoy doradas y secas,
eran entonces verdes y frescas. Había flores donde hoy solo hay ramas desnudas,
y los animales correteaban de un lado a otro. Hoy sin embargo solo ves algún
pájaro a últimas horas de la tarde, cuando regresan al nido, eso si estás
atento y tienes suerte.
Según avanzaba más por el bosque, más extraño me parecía,
pues no recuerdo haber girado ni una sola vez, nunca me he desviado del camino
marcado, y siempre he ido hacía delante. Tampoco se acaba nunca, de vez en
cuando hay algo nuevo, una piedra en el camino o una rama caída por una
tormenta, pero nada que te impida seguir en línea recta.
Muchas veces pensé en meterme entre los árboles, salirme del
camino delimitado, pero siempre que lo intentaba un escalofrío recorría mi
espalda, me erizaba el vello de los brazos y me hacía cambiar de idea.
Supongo que esta es mi vida, una línea recta en la que nunca
ocurre nada fuera de lo “normal”. Me gustaría saber quién fue el que dijo que es
normal y que no, que es seguro y que no…
Avanzo y avanzo sin encontrar nada nuevo, lo que tampoco es
una novedad.
Parece que me acerco a un claro, pero no, según me acerco al
supuesto claro, veo que es el invierno.
El invierno se me echaba literalmente encima. Me paré un
momento dudando si seguir adelante, luego pensé, “ya lo he hecho otras veces,
¿por qué no?”.
Adelanté el pie derecho. Posé el talón y después los dedos
en la fría nieve. Me estremecí por un momento, ya estaba acostumbrada a la
humedad del suelo otoñal.
Tras un par de traspiés por el frío de la nieve, acabé por
no sentir nada de tobillo para abajo. Continué pues, caminado, siempre hacía
delante. Sin mirar atrás ni una sola vez.
No se si habría llegado a la mitad siquiera cuando me
detuve. Me sentía incapaz de continuar andando.
Pude ver a lo lejos una gran roca a los pies de un árbol.
Corrí de mala gana hasta allí, solo quería sentarme, así que
correr unos metros para ese fin me pareció buena idea.
Era buena idea hasta que un gran cuervo negro se me cruzó
por delante, tropecé con mis propios pies, ya entumecidos del todo y caí al
suelo, sin darme tiempo a poner las manos.
Resultado de la caída, un corte en la ceja con una piedra
que había bajo la nieve.
Me levanto, y en seguida me llevo la mano llena de nieve a
la ceja. Cundo la retiro puedo ver que está sangrando. Cojo una hoja de menta
que hay en un arbusto cercano la empapo en la nieve y me la pongo durante un
buen rato en la ceja herida.
Me siento en el suelo, noto como el vestido se empapa y me
cala entera. El frío aumenta por momentos.
Siempre había pasado rápido el invierno, normalmente lo paso
rápido porque no me gusta.
Este invierno parece que se va a alargar más de lo normal…
Alzo la vista hacía el cielo, pero me quedo a mitad de
camino. El cuervo que provocó mi caída está mirándome desde la rama de un
árbol.
Se desde pequeña que los animales no piensan, me han
intentado hacer creer eso desde siempre, sin embargo yo se que no es así, igual
que se que ese cuervo me miraba con superioridad, como si supiese algo de mi
que ni siquiera yo sabía, ni podría llegar a saber jamás.
No se movía, no hacía nada, solo me miraba desde arriba.
Aparté la vista, los ojos negros y profundos de aquél siniestro animal me
incomodaban demasiado.
Bajé la vista para mirar la hoja de menta y comprobar si
seguía sangrando. No, la hemorragia ya había cesado, pero pude comprobar algo
peor que la sangre recorriendo mi cuerpo, subiendo desde los pies descalzos.
Supongo que eso era por lo que siempre dejaba tan rápido el
invierno. Por mis dedos avanzaba una capa de escarcha, no muy gruesa pero ya
punzante. Además la punta de los pequeños dedos de mis pies empezaban a ponerse
de un color amoratado oscuro.
Intenté levantarme, pero no tenía ninguna fuerza en las
rodillas, que también empezaban a ponerse moradas.
Mi cuerpo se congelaba poco a poco, llegó un momento en el
que ya no sentía nada, tenía todos los músculos del cuerpo paralizados por el
frío, notaba como en los dedos de las manos se me había cuajado la nieve, que
empezaba a caer, lo que significaba que estaban totalmente heladas, aunque yo
no las sintiese.
Las piernas me dolían un poco, estaban rígidas y se me
cargaban los gemelos, pero el frío era lo que realmente me molestaba. Entonces caí tumbada sobre la nieve.
Ni siquiera un escalofrío era capaz de recorrer mi cuerpo,
estaba completamente congelada, tenía los ojos abiertos, y se me nublaba la
vista con los copos de nieve que me caían en la cara.
Lo último que pude ver antes de perderme por completo fue el
cuervo, graznar una sola vez, después perdí por completo todos mis sentidos.
Entonces supe que nunca debía haberme salido del camino para
sentarme en aquella piedra, esto era lo que pasaba, tu vida acababa fuera del
camino marcado. La mía acabó en invierno, la estación que menos me gustaba…